SAN AGUSTÍN
La ciudad de Dios, libro XIX, caps. 11-17. B.A.C., Madrid.
Capítulo 11. Podemos, en consecuencia, decir de la paz lo que hemos dicho de la vida eterna, que es el fin de nuestros bienes, ya que un salmo, hablando de la ciudad objeto de esta laboriosa obra, se expresa así: Alaba al Señor, Jerusalén; alaba, Sión, a tu Dios. Porque el que afianzó con fuertes barras tus puertas y ha bendecido a tus hijos y moradores, ése ha establecido la paz a tus fines. Una vez que los pestillos de sus puertas fueren afianzados, ya no entrará ni saldrá nadie de ella. Por esos fines de que habla el salmo debemos entender aquí la paz, que queremos probar como final. El nombre místico de esa ciudad, es decir, Jerusalén, significa “visión de paz”, como ya hemos hecho notar. Mas, como el nombre de paz es también corriente en las cosas mortales, donde no se da la vida eterna, he preferido reservar este nombre de ‘vida eterna’, en vez del de ‘paz’, para el fin en que la ciudad de Dios encontrará su bien supremo y soberano. De este fin dice el Apóstol: Ahora, libres del pecado y convertidos en siervos de Dios, tenéis por fruto vuestro la santificación y por fin la vida eterna. Mas, como también los no familiarizados con las Sagradas Escrituras pueden entender por vida eterna la vida de los pecadores, bien, según algunos filósofos, por la inmortalidad del alma, bien, según nuestra fe, por las penas interminables de los impíos, que no serán eternamente atormentados si no viven eternamente, debe llamarse fin de esta ciudad en que gozará del sumo bien, o la paz en la vida eterna, o la vida eterna en la paz. Así, todos pueden entenderlo con facilidad. Y la paz es un bien tan noble, que aun entre las cosas mortales y terrenas no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia. Abrigo la convicción de que, si me detuviera un poco a hablar de él, no sería oneroso a los lectores, tanto por el fin de esta ciudad de que tratamos como por la dulcedumbre de la paz, ansiada por todos.
Capítulo 12. 1. Quienquiera que repare en las cosas humanas y en la naturaleza de las mismas, reconocerá conmigo que, así como no hay nadie que no quiera gozar, así no hay nadie que no quiera tener paz. En efecto, los mismos amantes de la guerra no desean más que vencer, y, por consiguiente, ansían llegar guerreando a una paz gloriosa. Pues ¿qué es la victoria más que la sujeción de los rebeldes? Logrado este efecto, llega la paz. La paz es, pues, también el fin perseguido por quienes se afanan en poner a prueba su valor guerrero presentando guerra para imperar y luchar. De donde se sigue que el
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verdadero fin de la guerra es la paz. El hombre, con la guerra, busca la paz; pero nadie busca la guerra con la paz. Aun los que perturban la paz de intento, no odian la paz, sino que ansían cambiarla a su capricho. No es que no quieran que haya paz, sino que la paz sea según su voluntad. Y si llegan a separarse de otros por alguna sedición, no ejecutan su intento si no tienen con sus cómplices una especie de paz. Por eso los bandoleros procuran estar en paz entre sí, para alterar con más violencia y seguridad la paz de los demás. Y si hay algún salteador tan forzudo y enemigo de compañías que no se confíe y saltee y mate y se dé al pillaje él solo, al menos tiene una especie de paz, sea cual fuere, con aquellos a quienes no pueda matar y a quienes quiere ocultar lo que hace. En su casa procura vivir en paz con su esposa, con los hijos, con los domésticos, si los tiene, y se deleita en que sin chistar obedezcan a su voluntad. Y si no se le obedece, se indigna, riñe y castiga, y si la necesidad lo exige, compone la paz familiar con crueldad. Él ve que la paz no puede existir en la familia si los miembros no se someten a la cabeza, que es él en su casa. Y si una ciudad o pueblo quisiera sometérsele como deseaba que le estuvieran sujetos los de su casa, no se escondiera ya como ladrón en una caverna, sino que se engallaría a la vista de todos, pero con la misma cupididad y malicia. Todos desean, pues, tener paz con aquellos a quienes quieren gobernar a su antojo. Y cuando hacen la guerra a otros hombres, quieren hacerlos suyos, si pueden, e imponerles luego las condiciones de su paz. 2. Supongamos a uno descrito con las pinceladas de la fábula y de los poetas. Quizá por su invariable fiereza prefirieron llamarle semihombre a hombre. Su reino sería la espantosa soledad de un antro desierto, y su malicia tan enorme, que recibió el nombre griego kakós (malo). Sin esposa con quien tener charlas amorosas, ni hijos pequeñitos que alegraran sus días, ni mayores a quienes mandar. No gozaba de la conversación de algún amigo, ni siquiera de Vulcano, su padre, más feliz al menos que este dios, porque él no engendró otro monstruo semejante. Lejos de dar nada a nadie, robaba a los demás cuando y cuanto podía y quería. Y, sin embargo, en su antro solitario, cuyo suelo, según el poeta, siempre estaba regado de sangre, sólo anhelaba la paz, un reposo sin molestias ni turbación de violencia o miedo. Deseaba también tener paz con su cuerpo, y cuanto más tenía, tanto mejor le iba. Mandaba a sus miembros, y éstos obedecían. Y con el fin de pacificar cuanto antes su mortalidad, que se revelaba contra él por la indigencia y el hambre, que se coligaban para disociar y desterrar el alma del cuerpo, robaba, mataba y devoraba. Y aunque inhumano y fiero, miraba, con todo, inhumana y ferozmente por la paz de su vida y salud. Si quisiera tener con los demás esa paz que buscaba tanto para sí en su caverna y en sí mismo, ni se llamara malo, ni monstruo, ni semihombre. Y si las extrañas formas de su cuerpo y el torbellino de llamas vomitado por su boca apartó a los hombres de su compañía, era cruel no por deseo de hacer mal, sino por necesidad de vivir.
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Mas éste no ha existido o, lo que es más creíble, no fue tal cual lo pinta el poeta, porque, si no alargara tanto la mano en acusar a Caco, serían pocas las alabanzas de Hércules. Este hombre, o por mejor decir, este semihombre, no existió, como tantas otras ficciones de los poetas. Porque aun las fieras más crueles —y éste participó también de esa fiereza, se llamó semifiera —custodian la especie con cierta paz, cohabitando, engendrando, pariendo y alimentando a sus hijos, a pesar de que con frecuencia son insociables y solívagas, son no como las ovejas, los ciervos, las palomas, los estorninos y las abejas, sino como los leones, las raposas, las águilas y las lechuzas. ¿Qué tigre hay que no ame blandamente a sus cachorros y, depuesta su fiereza, no los acaricie? ¿Qué milano, por más solitario que vuele sobre la presa, no busca hembra, hace su nido, empolla los huevos, alimenta sus polluelos y mantiene como puede la paz en su casa con su compañera, como una especie de madre de familia? ¡Cuánto más es arrastrado el hombre por las leyes de su naturaleza a formar sociedad con todos los hombres y a lograr la paz en cuanto esté de su parte! Los malos combaten por la paz de los suyos, y quieren someter, si es posible, a todos, para que todos sirvan a uno solo. ¿Por qué? Porque desean estar en paz con él, sea por miedo, sea por amor. Así, la soberbia imita perversamente a Dios. Odia bajo él la igualdad con sus compañeros, pero desea imponer su señorío en lugar de él. Odia la paz justa de Dios y ama su injusta paz propia. Es imposible que no ame la paz, sea cual fuere. Y es que
no hay vicio tan contrario a la naturaleza que borre los vestigios últimos de la misma. 3. El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo perverso, reconoce que la paz de los pecadores, en comparación con la paz de los justos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es perverso o contra el orden, necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna y con alguna parte de las cosas en que es o de que consta. De lo contrario, dejaría de ser. Supongamos un hombre suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación del cuerpo y el orden de los miembros es perverso, porque está invertido el orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe estar naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso es molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por su salud, y por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las dolencias, se separa, mientras subsista la trabazón de los miembros, hay alguna paz entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El cuerpo terreno tiende a la tierra, y al oponerse a eso su atadura, busca el orden de su paz y pide en cierto modo, con la voz de su peso, el lugar de su reposo. Y, una vez exánime y sin sentido, no se aparta de su paz natural, sea conservándola, sea tendiendo a ella. Si se le embalsama, de suerte que se impida la disolución del cadáver, todavía une sus partes entre sí cierta paz, y hace que todo el cuerpo busque el lugar terreno y conveniente y, por consiguiente, pacífico. Empero, si no es embalsamado y se le deja a su curso natural, se establece un combate de
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vapores contrarios que ofenden nuestro sentido. Es el efecto de la putrefacción, hasta que se acople a los elementos del mundo y retorne a su paz pieza a pieza y poco a poco. De estas transformaciones no se sustrae nada a las leyes del supremo Creador y Ordenador, que gobierna la paz del universo. Porque, aunque los animales pequeños nazcan del cadáver de animales mayores, cada corpúsculo de ellos, por ley del Creador, sirve a sus pequeñas almas para su paz y conservación. Y aunque unos animales devoren los cuerpos muertos de otros, siempre encuentran las mismas leyes difundidas por todos los seres para la conservación de las especies, pacificando cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el lugar, la unión o las transformaciones que hayan sufrido.
Capítulo 13. 1. Así, la paz del cuerpo es la ordenada complexión de sus partes; y la del alma irracional, la ordenada calma de sus apetencias. La paz del alma racional es la ordenada armonía entre el conocimiento y la acción, y la paz del cuerpo y del alma, la vida bien ordenada y la salud del animal. La paz entre el hombre mortal y Dios es la obediencia ordenada por la fe bajo la ley eterna. Y la paz de los hombres entre sí, su ordenada concordia. La paz de la casa es la ordenada concordia entre los que mandan y los que obedecen en ella, y la paz de la ciudad es la ordenada concordia entre los ciudadanos que gobiernan y los gobernados. La paz de la ciudad celestial es la unión ordenadísima y concordísima para gozar de Dios y mutuamente en Dios. Y la paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden. Y el orden es la disposición que asigna a las cosas diferentes y a las iguales el lugar que les corresponde. Por tanto, como los miserables, en cuanto tales, no están en paz, no gozan de la tranquilidad del orden, exenta de turbaciones; pero como son merecida y justamente miserables, no pueden estar en su miseria fuera del orden. No están unidos a los bienaventurados, sino separados de ellos por la ley del orden. Éstos, cuando no están turbados, se acoplan cuanto pueden a las cosas en que están. Hay, pues, en ellos cierta tranquilidad en su orden, y, por tanto, tienen cierta paz. Pero son miserables, porque, aunque están donde deben estar, no están donde no se verían precisados a sufrir. Y son más miserables si no están en paz con la ley que rige el orden natural. Cuando sufren, la paz se ve turbada por ese flanco; pero subsiste por este otro en que ni el dolor consume ni la unión se destruye. Del mismo modo que hay vida sin dolor y no puede haber dolor sin vida, así hay cierta paz sin guerra, pero no puede haber guerra sin paz. Y esto no por la guerra en sí, sino por los agitadores de las guerras, que son naturalezas, y no lo fueran si la paz no les diera subsistencia. 2. Existe una naturaleza en la que no hay ningún mal, en la que no puede haber mal alguno. Mas no puede existir naturaleza alguna en la que no se halle algún bien. Por tanto, ni la misma naturaleza del diablo, en cuanto
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naturaleza, es un mal. La hace mala su perversidad. No se mantuvo en la verdad, pero no escapó al juicio de la misma. No se mantuvo en la tranquilidad del orden, pero no escapó a la potestad del Ordenador. La bondad de Dios, que aparece en su naturaleza, no le sustrae a la justicia de Dios, que le ordena a la pena. Dios no castiga en él el bien por Él creado, sino el mal que él cometió. No priva a la naturaleza de todo lo que le dio, sino que sustrae algo y deja algo, a fin de que haya quien sufra la sustracción. El dolor es el mejor testigo del bien sustraído y del bien dejado, porque, si no existiera el bien dejado, no podría dolerse el bien quitado. El que peca es peor si se alegra en el daño de la equidad, y el que es atormentado, si de él no reporta bien alguno, sufre el daño de la salud. Y es que la equidad y la salud son dos bienes, y de la amisión del bien es preciso dolerse, no alegrarse (si es que no hay una compensación en lo mejor, y es mejor la equidad del ánimo que la salud del cuerpo). Es más razonable, sin duda, el dolerse el pecador de sus suplicios que el alegrarse de sus crímenes. Así como el alegrarse del bien abandonado al pecar es una prueba de la voluntad mala, así el dolor del bien perdido en el suplicio es testigo de la naturaleza buena. Quien siente haber perdido la paz de su naturaleza, lo siente por ciertos restos de paz que hacen que ame su naturaleza. Los inicuos e impíos lloran en sus tormentos la pérdida de los bienes naturales y sienten a Dios como justísimo robador de los mismos por haberle despreciado como benignísimo dador. Dios, pues, Creador sapientísimo y Ordenar justísimo de todas las naturalezas, que puso como remate y colofón de su obra creadora en la tierra al hombre, nos dio ciertos bienes convenientes a esta vida, a saber: la paz temporal según la capacidad de la vida mortal para su conservación, incolumidad y sociabilidad. Nos dio además todo lo necesario para conservar o recobrar esta paz; así como lo propio y conveniente al sentido, la luz, la noche, las auras respirables, las aguas potables y cuanto sirve para alimentar, cubrir, curar y adornar el cuerpo. Todo esto nos lo dio bajo una condición, muy justa por cierto: que el mortal que usara rectamente de tales bienes los recibirá mayores y mejores. Recibirá una paz inmortal acompañada de gloria y el honor propio de la vida eterna, para gozar de Dios y del prójimo en Dios. Y el que los usara mal no recibirá aquéllos y perderá éstos.
Capítulo 14. El uso de las cosas temporales dice relación, en la ciudad terrenal, al logro de la paz terrenal, y en la ciudad celestial, al logro de la paz celestial. Por eso, si fuéramos animales irracionales no apeteceríamos más que la ordenada complexión de las partes del cuerpo y la quietud de las apetencias. No apeteceríamos, por consiguiente, nada fuera de eso. La paz del cuerpo redundará en provecho de la paz del alma. Porque la paz del alma irracional es imposible sin la paz del cuerpo, pues sin ella no puede lograr la quietud de sus apetencias. Pero ambos se ayudan a esa paz que tienen entre sí el
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alma y el cuerpo, paz de vida ordenada y de salud. Así como los animales muestran que aman la paz del cuerpo cuando esquivan el dolor, y la paz del alma cuando, para colmar sus necesidades, siguen la voz de sus apetencias, así, huyendo la muerte, indican a las claras cuánto aman la paz que aúna el alma y el cuerpo. Pero el hombre, dotado de alma racional, somete a la paz de esta alma cuanto tiene de común con las bestias, con el fin de contemplar algo con la mente y según ese algo obrar de suerte que haya en él una ordenada armonía entre el conocimiento y la acción, en que consiste, como hemos dicho, la paz del alma racional. A esto debe enderezar su querer, a que el dolor no la atormente, ni el deseo la inquiete, ni la muerte la separe para conocer algo útil, y según ese conocimiento componer su vida y sus costumbres. Mas, como su espíritu es débil, para que el afán de conocer no le precipite en error alguno, tiene la necesidad del magisterio divino, para conocer con certeza, y de su ayuda, para obrar con libertad. Y como, mientras mora en este cuerpo mortal, anda lejos de Dios y camina por la fe y no por la especie, por eso es preciso que relacione tanto la paz del cuerpo con la del alma, como la de los dos juntos, a aquella paz que existe entre el hombre mortal y el Dios inmortal, dando así margen a la obediencia ordenada por la fe bajo la ley eterna. Y puesto que el divino Maestro enseña dos preceptos principales, a saber: el amor de Dios y el amor del prójimo, en los cuales el hombre descubre tres seres como objeto de su amor: Dios, él mismo y el prójimo, y el que ama a Dios no peca amándose a sí mismo, es lógico que cada cual lleve a amar a Dios al prójimo, que se le manda amar como a sí mismo. Así debe hacer con la esposa, con los hijos, con los domésticos y con los demás hombres que pudiere, como quiere que el prójimo mire por él, si por ventura lo necesitare. Y así tendrá paz con todos en cuanto de él dependa, esa paz de los hombres que es la ordenada concordia. El orden que se ha de seguir es éste: primero, no hacer mal a nadie, y segundo, hacer bien a quien pueda. En primer lugar debe comenzar el cuidado por los suyos, porque la naturaleza y la sociedad humana le dan acceso más fácil y medios más oportunos. Por eso dice el Apóstol: Quien no provee a los suyos, mayormente si son familiares, niega la fe y es peor que un infiel. De aquí nace también la paz doméstica, es decir, la ordenada concordia entre el que manda y los que obedecen en casa. Mandan los que cuidan, como el varón a la mujer, los padres a los hijos, los amos a los criados. Y obedecen quienes son objeto de cuidado, como las mujeres a los maridos, los hijos a los padres, los criados a los amos. Pero en casa del justo, que vive la fe y peregrina aún lejos de la ciudad celestial, sirven también los que mandan a aquellos que parecen dominar. La razón es que no mandan por deseo de dominio, sino por deber de caridad; no por orgullo de reinar, sino por bondad de ayudar.
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Capítulo 15. Esto es prescripción del orden natural. Así creó Dios al hombre. Domine, dice, a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra. Y quiso que el hombre racional, hecho a su imagen, dominara únicamente a los irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre a la bestia. Este es el motivo de que los primeros justos hayan sido pastores y no reyes. Dios, con esto, manifestaba qué pide el orden de las criaturas y qué exige el castigo de los pecados. El yugo de la servidumbre se impuso con justicia al pecador. Por eso en las Escrituras no vemos empleada la palabra siervo antes de que el justo Noé castigara con ese nombre el pecado de su hijo. Este nombre lo ha merecido, pues, la culpa, no la naturaleza. La palabra siervo, en la etimología latina, designa a los prisioneros, a quienes los vencedores conservaban la vida, aunque podían matarlos por derecho de guerra. Y se hacían siervos, palabra derivada de servir. Esto es también merecimiento del pecado. Pues, aunque se libre una guerra justa, la parte contraria guerrea por el pecado. Y toda victoria, aun la conseguida por los malos, humilla a los vencidos, por juicio divino, o corrigiendo los pecados o castigándolos. Testigo es de ello Daniel, ese hombre que en la cautividad confiesa a Dios sus pecados y los pecados de su pueblo y reconoce, con piadoso dolor, que ésta es la razón de aquel cautiverio. La primera causa de la servidumbre es, pues, el pecado, que somete un hombre a otro con el vínculo de la posición social. Esto es efecto del juicio de Dios, que es incapaz de injusticia y sabe imponer penas según los merecimientos de los delincuentes. El Señor supremo dice: Todo aquel que comete pecado es esclavo del pecado. Y por eso, muchos hombres piadosos sirven a amos inicuos, pero no libres, porque quien es vencido por otro, queda esclavo de quien lo venció. A la verdad que es preferible ser esclavo de un hombre que de una pasión, pues vemos lo tiránicamente que ejerce su dominio sobre el corazón de los mortales la pasión de dominar, por ejemplo. Mas en ese orden de paz que somete unos hombres a otros, la humildad es tan ventajosa al esclavo como nociva la soberbia al dominador. Sin embargo, por naturaleza, tal como Dios creó al principio al hombre, nadie es esclavo del hombre ni del pecado. Empero, la esclavitud penal está regida y ordenada por aquella ley que manda conservar el orden natural y prohibe perturbarlo. Si no se obrara nada contra esta ley, no habría que castigar nada con esa esclavitud. Por eso, el Apóstol aconseja a los siervos el estar sometidos a sus amos y servirles de corazón y de buen grado. De modo que, si sus dueños no les dan libertad, tornen ellos, en cierta manera, libre su servidumbre, no sirviendo con temor falso, sino con amor fiel hasta que pase la iniquidad y se aniquilen el principado y la potestad humana y sea Dios todo en todas las cosas.
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Capítulo 16. Así vemos que nuestros patriarcas, aunque tenían esclavos, administraban la paz doméstica distinguiendo a los hijos de los esclavos solamente en lo relativo a los bienes temporales. En lo referente al culto a Dios, del que se deben esperar los bienes eternos, miraban con igual amor a todos los miembros de su casa. Y esto es tan conforme con el orden natural, que el nombre de padre de familia trae aquí su origen, y está tan divulgado, que aun los señores injustos se precian de él. Los auténticos padres de familia miran a todos los miembros de su familia como a hijos en lo tocante al culto y honra de Dios. Y desean y anhelan llegar a la casa celestial, donde no sea necesario mandar a los hombres, porque en la inmortalidad no será preciso subvenir a necesidad alguna. Hasta allí deben tolerar más los señores, que mandan, que los siervos, que sirven. Si alguno en casa turba la paz doméstica por desobediencia, es corregido para su utilidad con la palabra, con el palo o con cualquier otro género de pena justa y lícita admitido por la sociedad humana para acoplarle a la paz de que se había apartado. Como no es bienhechor el que viene en ayuda de otro para hacerle perder un bien, así no es inocente el que permite, perdonando, que se incurra en un mal más grave. La inocencia exige, pues, no solamente no hacer mal a nadie, sino retraer al prójimo del pecado o castigar el pecado. Y esto con el fin de que el castigado se corrija en cabeza propia y otros escarmienten en la ajena. La casa debe ser el principio y el fundamento de la ciudad. Todo principio dice relación a su fin, y toda parte a su todo. Por eso es claro y lógico que la paz doméstica debe redundar en provecho de la paz cívica; es decir, que la ordenada concordia entre los que mandan y los que obedecen en casa debe relacionarse con la ordenada concordia entre los ciudadanos que mandan y los que obedecen. De donde se sigue que el padre de familia debe guiar su casa por las leyes de la ciudad, de tal forma que se acomode a la paz de la misma.
Capítulo 17. Mas los hombres que no viven de la fe buscan la paz terrena en los bienes y comodidades de esta vida. En cambio, los hombres que viven de la fe esperan en los bienes futuros y eternos, según la promesa. Y usan de los bienes terrenos y temporales como viajeros. Éstos no los prenden ni los desvían del camino que lleva a Dios, sino que los sustentan para tolerar con más facilidad y no aumentar las cargas del cuerpo corruptible, que apesga al alma. Por tanto, el uso de los bienes necesarios a esta vida mortal es común a las dos clases de hombres y a las dos casas; pero, en el uso, cada uno tiene un fin propio y un pensar muy diverso del otro. Así, la ciudad terrena, que no vive de la fe, apetece la paz terrena y fija la concordia entre los ciudadanos que mandan y los que obedecen en que sus quereres estén acordes de algún modo en lo concerniente a la vida mortal. Empero, la ciudad celestial, o mejor, la parte de ella que peregrina en este
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valle y vive de la fe, usa de esta paz por necesidad, hasta que pase la mortalidad, que precisa de tal paz. Y por eso, mientras que ella está como viajero cautivo en la ciudad terrena, habiendo recibido ya la promesa de su redención y el don espiritual como prenda de ella, no duda en obedecer las leyes de la ciudad terrenal que reglamentan las cosas necesarias y el mandamiento de la vida mortal. Y como ésta es común, entre las dos ciudades hay concordia con relación a esas cosas. Pero resulta que la ciudad terrena tuvo ciertos sabios condenados por la doctrina de Dios, que, o por sospechas o por engaño de los demonios, dijeron que debían amistar muchos dioses con las cosas humanas. Y encomendaron a su tutela diversos seres, a uno el cuerpo, a otro el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la cabeza y a otro la cerviz; y de las demás partes, a cada uno la suya. Y de igual modo en el alma: a uno encomendaron el ingenio, a otro la doctrina, a otro la ira, a otro la concupiscencia; y en las cosas necesarias de la vida, a uno el ganado, a otro el trigo, a otro el vino, a otro el aceite, a otro las selvas, a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras y las victorias, a otros los matrimonios, a otro los partos y la fecundidad, y a otros los otros seres. La ciudad celestial, en cambio, conoce a un solo Dios, único, al que debe el culto y esa servidumbre, que en griego se dice latreia, y que piensa con piedad fiel que no se debe más que a Dios. Estas diferencias han motivado el que esta ciudad no pueda tener comunes con la ciudad terrena las leyes religiosas. Y por éstas se ve en la precisión de disentir de ella y ser una carga para los que sentían en contra y soportar sus iras, sus odios y sus violentas persecuciones, a menos de refrenar alguna vez los ánimos de sus enemigos con el terror de su multitud y siempre con la ayuda de Dios. La ciudad celestial, durante su peregrinación, va llamando ciudadanos por todas las naciones y formando de todas las lenguas una sociedad viajera. No se preocupa de la diversidad de las leyes, las costumbres o institutos, con que se busca o mantiene la paz terrena. Ella no suprime ni destruye nada, antes bien lo conserva y acepta, y ese conjunto, aunque diverso en las diferentes naciones, se flecha, con todo, a un único y mismo fin, la paz terrena, si no impide la religión que enseña que debe ser adorado el Dios único, sumo y verdadero. La ciudad celestial usa también en su viaje de la paz terrena y de las cosas necesariamente relacionadas con la condición actual de los hombres. Protege y desea el acuerdo de quereres entre los hombres cuanto es posible, dejando a salvo la piedad y la religión, y supedita la paz terrena a la paz
celestial. Esta última es la paz verdadera, la única digna de ser y de decirse paz de la criatura racional, a saber, la unión ordenadísima y concordísima para gozar de Dios y mutuamente en Dios. En llegando a esta meta, la vida ya no será mortal, sino plenamente vital. Y el cuerpo ya no será animal, que, mientras se corrompe, apesga al alma, sino espiritual, sin ninguna necesidad, sometido de lleno a la voluntad. Posee esta paz aquí por la fe, y de esta fe vive justamente cuando refiere a la consecución de la paz
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verdadera todas las buenas obras que hace para con Dios y con el prójimo, porque la vida de la ciudad es una vida social.
NIETZSCHE.
1. Vida y obra.
Nietzsche nació en la ciudad alemana de Röcken en 1844. Hijo de un pastor protestante, estudió filología clásica en las universidades de Bonn y Leipzig. A los 24 años fue nombrado catedrático de filología clásica en la universidad de Basilea. Once años después, y como consecuencia de una enfermedad, tuvo que abandonar la docencia. Desde entonces llevó una vida errante y solitaria por diversos lugares de Suiza e Italia, en busca de un clima adecuado para su estado de salud. En Enero de 1889 sufrió una parálisis cerebral, de la que no se recuperó. Murió en el año 1900.
Nietzsche no estructura su pensamiento en un sistema filosófico. Al contrario, se declara enemigo de toda visión sistemática y racional del mundo y del hombre. De ahí su estilo aforístico, cuya finalidad es impactar más que argumentar.
Sus obras más importantes son: El nacimiento de la tragedia, Consideraciones intempestivas, Humano, demasiado humano, Aurora, La Gaya Ciencia, Así habló Zaratustra, Más allá del bien y del mal, genealogía de la moral, El anticristo, Ecce Homo y La voluntad de poder (póstuma).
Poeta, filólogo, literato, visionario, profeta del no-Dios, atormentado, desconcertante, sarcástico, demoledor, solitario, rechazado por la mujer a la que amó, Nietzsche ha influido de manera determinante en generaciones y generaciones y ha sido utilizado hasta la sociedad por las ideologías más extremistas del siglo XX, desde el fascismo, hasta la ideología progresista que tuvo su culminación en el Mayo del 68.
2. Contexto histórico-cultural y filosófico.
2.1. Contexto histórico-cultural.
Es el mismo que el de Marx.
2.2. Contexto filosófico.
El pensamiento de Nietzsche, aparte de inspirarse en la música de Wagner y de beber, sobre todo, en las fuentes de los griegos, estará presidido, más que por ninguna otra, por las figuras de Hegel y de Schopenhauer.
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Nietzsche recoge de Hegel, en cierto sentido, su lógica de la contradicción que atribuye un valor más rico al devenir y a la evolución que a “lo que es”, pero se enfrenta a él acusándolo de haber servido de sostén al cristianismo con su teología disfrazada de filosofía y de haber identificado lo real y lo racional, arruinando su gran iniciativa de incluir lo negativo -el error y el mal- en el carácter total del ser.
De Schopenhauer criticará su nihilismo pasivo -una postura de negación, de desprecio ante la vida- y dará por buena su idea del “eterno retorno” -que significa que todo, incluida nuestra vida, se repetirá exactamente igual y para toda la eternidad en sucesivos ciclos cósmicos.
3. La crítica de Nietzsche a la cultura occidental.
Nietzsche efectúa la crítica más radical que jamás se ha ejercido contra la cultura europea. El que llega a considerarse, en este sentido, “pura dinamita”, arremeterá, sobre todo, contra la filosofía, la ciencia y la moral de occidente.
Crítica a la filosofía.
Es ejecutada desde la convicción de que la realidad, en su ser más profundo, es, como pensaba Heráclito, cambiante; es devenir, es lo que se nos aparece de manera distinta a cada instante. El ser más profundo de la realidad no es eterno o inmutable como creyeron Parménides y toda la corriente racionalista.
Para captar la verdadera realidad el mejor instrumento del que disponemos son los sentidos, y no la razón fría, analítica, encorsetadora (mucho menos un alma como ese del que habla Platón). Y el mejor recurso para expresar semejante realidad es la metáfora, no el concepto. La metáfora sugiere, no nos hace renunciar a la pluralidad y a la diversidad del ser.
Crítica a la ciencia.
La crítica de Nietzsche a la ciencia es una crítica a la matematización de la realidad. Para Nietzsche, los científicos, con sus métodos intentan reducir las cualidades de todo lo que hay en la realidad a cantidades, y esto hace que ignoren la gran cantidad de matices de las cosas y de los fenómenos que tienen lugar en la naturaleza.
Crítica a la moral.
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Nietzsche critica la moral instaurada por Sócrates y Plantón y continuada por el cristianismo debido a que es, según él, una moral antinatural, una moral que se opone la vida, que castiga al cuerpo –que es lo más auténticamente nuestro-; una moral que ve la muerte como la auténtica liberación del ser humano.
Nuetro autor dirá que es una moral para los débiles, los resentidos; una moral de esclavos, ya que en ella la obediencia y la humildad son consideradas virtudes y el orgullo pecado. Frente a esta moral Nietzsche propone una moral natural, una moral que favorezca la vida, la moral de los señores y de los fuertes. Ha llegado el momento de “matar a Dios”, es decir, de aniquilar esos valores corruptos y de instituir otros nuevos. Se trata de producir una transvaloración que, más concretamente, consistirá en volver a considerar, al igual que ya ocurrió en la antigüedad:
a) como buena, a la moral que se siente creadora de valores y autoglorificante; desprecia al cobarde, al miedoso, al mezquino, al aprovechado, al servil, al que se autorrebaja, al que se deja maltratar, al adulador, al mentiroso; sitúa en un primer plano el sentimiento de plenitud, el poder desbordante, la felicidad, la riqueza generosa; honra al diestro en hablar y callar, al riguroso y duro consigo mismo, al sutil en la represalia, al refinado en la amistad, a quien se enorgullece de no ser compasivo, de no obrar por los demás y no obrar por desinterés; respeta a los mayores y a la tradición.
b) como mala, a la moral que desconfía de la felicidad; detesta el poder, la peligrosidad, la terribilidad; ampara a los atropellados, oprimidos, inseguros, cansados de sí; fomenta actitudes de compasión, ayuda afable, paciencia, diligencia, humildad, amabilidad.
4. El superhombre y la voluntad de poder.
La transvaloración moral de la que habla Nietzsche traerá consigo la llegada del superhombre.
Antes, también se hace necesaria una etapa de nihilismo.
Él nihilismo no ha de ser pasivo, pues entonces quedaríamos sumidos en la nada, sino activo, es decir, negador de todo lo que ha existido hasta este momento para luego llevar a cabo su eliminación y, a partir de ahí, comenzar la creación de un mundo nuevo.
El superhombre es el ser humano dionisíaco y no apolíneo.
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El superhombre es, ante todo, voluntad de poder. Nietzsche no define en ningún lugar de su obra dicha expresión, pero se refiere a ella con mucha frecuencia. Nosotros, simplificando los análisis que sobre ella han hecho los estudiosos del filósofo alemán, podemos quedarnos con la idea de que la voluntad de poder es algo así como una voluntad o afán constante de superación que se da en la naturaleza entera y en el hombre. Como dice Nietzsche en Así habló Zaratustra:
“En todos los lugares donde encontré seres vivos encontré voluntad de poder (...) Y este misterio me ha confiado la vida misma. ‘Mira, dijo, yo soy lo que tiene que superarse a sí mismo’ (...) Solo donde hay vida hay también voluntad: pero no voluntad de vida, sino ¡voluntad de poder!”.
La voluntad de poder es una especie de impulso esencial que lleva a cada ser a intentar imponerse sobre lo que le rodea y sobre el no-ser. Es una especie de lucha sin fin que incluso le lleva a imponerse sobre sí mismo, lo que equivale a decir que se impone su propia superación. En esta idea no podemos menos que ver la influencia de Heráclito cuando nos dice que la lucha y la tensión es la clave y la esencia de todo lo que hay; y también la influencia de Darwin, para quien aquellos seres que se superan frente a las adversidades son los que consiguen evolucionar.
La voluntad de poder es la tendencia del ser a superarse, dando lugar a formas más poderosas y, por tanto, más valiosas.
Por lo demás, en Así habló Zaratustra, nos habla de una triple transformación que ha de sufrir el ser humano hasta convertirse en superhombre:
“Tres transformaciones del espíritu os menciono: como el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño”.
-El camello simboliza al animal de carga, al hombre que ha acarreado, a través del desierto, los duros trabajos, sometimientos e imposiciones de la cultura occidental.
-El león representa al ser libre, poderoso, que se hace señor frente a quienes le rodean.
-El niño, finalmente, no es otra cosa que el superhombre, un creador de nuevos valores que posee una visión estética y amoral de la realidad.
ARISTÓTELES.
Texto 1. Metafísica, libro I, caps. 1-3. Ed. Gredos. Madrid
Capítulo 1. Las causas y la filosofía. Todos los hombres desean por naturaleza saber. Así lo indica el amor a los sentidos; pues, al margen de su utilidad, son amados a causa de sí mismos, y el que más de todos, el de la vista. En efecto, no sólo para obrar, sino también cuando no pensamos hacer nada, preferimos la vista, por decirlo así, a todos los otros. Y la causa es que, de los sentidos, éste es el que nos hace conocer más y nos muestra muchas diferencias. Por naturaleza, los animales nacen dotados de sensación; pero ésta no engendra en algunos la memoria, mientras que en otros sí. Y por eso éstos son más prudentes y más aptos para aprender que los que no pueden recordar; son prudentes sin aprender los incapaces de oír los sonidos (como la abeja y otros animales semejantes, si los hay); aprenden, en cambio, los que, además de memoria, tienen este sentido. Los demás animales viven con imágenes y recuerdos, y participan poco de la experiencia. Pero el género humano dispone del arte y del razonamiento. Y del recuerdo nace para los hombres la experiencia, pues muchos recuerdos de la misma cosa llegan a constituir una experiencia. Y la experiencia parece, en cierto modo, semejante a la ciencia y al arte, pero la ciencia y el arte llegan a los hombres a través de la experiencia. Pues la experiencia hizo el arte, como dice Polo, y la inexperiencia, el azar. Nace el arte cuando de muchas observaciones experimentales surge una noción universal sobre los casos semejantes. Pues tener la noción de que a Calias, afectado por tal enfermedad, le fue bien tal remedio, y lo mismo a Sócrates y a otros muchos considerados individualmente, es propio de la experiencia; pero saber que fue provechoso a todos los individuos de tal constitución, agrupados en una misma clase y afectados por tal enfermedad, por ejemplo a los flemáticos, a los biliosos o a los calenturientos, corresponde al arte. Pues bien, para la vida práctica, la experiencia no parece ser en nada inferior al arte, sino que incluso tienen más éxito los expertos que los que, sin experiencia, poseen el conocimiento teórico. Y esto se debe a que la experiencia es el conocimiento de las cosas singulares, y el arte, de las universales; y todas las acciones y generaciones se refieren a lo singular. No es al hombre, efectivamente, a quien sana el médico, a no ser accidentalmente, sino a Calias o a Sócrates, o a otro de los así llamados, que, además, es hombre. Por consiguiente, si alguien tiene, sin la experiencia, el conocimiento teórico, y sabe lo universal pero ignora su contenido singular, errará muchas veces en la curación, pues es lo singular lo que puede ser curado. Creemos, sin embargo, que el saber y el entender pertenecen más al arte que
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a la experiencia y consideramos más sabios a los conocedores del arte que a los expertos, pensando que la sabiduría corresponde en todos al saber. Y esto, porque unos saben la causa y los otros no. Pues los expertos saben el qué, pero no el porqué. Aquéllos, en cambio, conocen el porqué y la causa. Por eso a los jefes de obras los consideramos en cada caso más valiosos, y pensamos que entienden más y son más sabios que los simples operarios, porque saben las causas de lo que se está haciendo; éstos, en cambio, como algunos seres inanimados, hacen, sí, pero hacen sin saber lo que hacen, del mismo modo que quema el fuego. Los seres inanimados hacen estas operaciones por cierto impulso natural y los operarios, por costumbre. Así pues, no consideramos a los jefes de obras más sabios por su habilidad práctica, sino por su dominio de la teoría y su conocimiento de las causas. En definitiva, lo que distingue al sabio del ignorante es el poder enseñar, y por esto consideramos que el arte es más ciencia que la experiencia, pues aquéllos pueden y éstos no pueden enseñar. Además, de las sensaciones, no consideramos que ninguna sea sabiduría, aunque éstas son las cogniciones más autorizadas de los objetos singulares; pero no dicen el porqué de nada; por ejemplo, por qué es caliente el fuego, sino tan sólo que es caliente. Es, pues, natural que quien en los primeros tiempos inventó un arte cualquiera, separado de las sensaciones comunes, fuese admirado por los hombres, no sólo por la utilidad de alguno de los inventos, sino como sabio y diferente de los otros, y que, al inventarse muchas artes, orientadas unas a las necesidades de la vida y otras a lo que la adorna, siempre fuesen considerados más sabios los inventores de éstas que los de aquéllas, porque sus ciencias no buscaban la utilidad. De aquí que, constituidas ya todas estas artes, fueran descubiertas las ciencias que no se ordenan al placer ni a lo necesario; y lo fueron primero donde primero tuvieron vagar los hombres. Por eso las artes matemáticas nacieron en Egipto, pues allí disfrutaba de ocio la casta sacerdotal. Hemos dicho en la Ética cuál es la diferencia entre el arte, la ciencia y los demás conocimientos del mismo género. Lo que ahora queremos decir es esto: que la llamada Sabiduría versa, en opinión de todos, sobre las primeras causas y sobre los principios. De suerte que, según dijimos antes, el experto nos parece más sabio que los que tienen una sensación cualquiera, y el poseedor de un arte, más sabio que los expertos, y el jefe de una obra, más que un simple operario, y los conocimientos teóricos, más que los prácticos. Resulta, pues, evidente que la Sabiduría es una ciencia sobre ciertos principios y causas.
Capítulo 2. Rasgos de la sabiduría. Y, puesto que buscamos esta ciencia, lo que debiéramos indagar es de qué causas y principios es ciencia la Sabiduría. Si tenemos en cuenta el concepto que nos formamos del sabio, es probable que el camino quede más
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despejado. Pensamos, en primer lugar, que el sabio lo sabe todo en la medida de lo posible, sin tener la ciencia de cada cosa en particular. También consideramos sabio al que puede conocer las cosas difíciles y de no fácil acceso para la inteligencia humana (pues el sentir es común a todos, y, por tanto, fácil y nada sabio). Además, al que conoce con más exactitud y es más capaz de enseñar las causas, lo consideramos más sabio en cualquier ciencia. Y, entre las ciencias, pensamos que es más Sabiduría la que se elige por sí misma y por saber, que la que se busca a causa de sus resultados, y que la destinada a mandar es más Sabiduría que la subordinada. Pues no debe el sabio recibir órdenes, sino darlas, y no es él el que ha de obedecer a otro, sino que ha de obedecerle a él el menos sabio. Tales son, por su calidad y su número, las ideas que tenemos acerca de la Sabiduría y de los sabios. Y de éstas, el saberlo todo pertenece necesariamente al que posee en sumo grado la Ciencia universal (pues éste conoce de algún modo todo lo sujeto a ella). Y, generalmente, el conocimiento más difícil para los hombres es el de las cosas más universales (pues son las más alejadas de los sentidos). Por otra parte, las ciencias son tanto más exactas cuanto más directamente se ocupan de los primeros principios (pues las que se basan en menos principios son más exactas que las que proceden por adición; la Aritmética, por ejemplo, es más exacta que la Geometría). Además, la ciencia que considera las causas es también más capaz de enseñar (pues enseñan verdaderamente los que dicen las causas acerca de cada cosa). Y el conocer y el saber, buscados por sí mismos, se dan principalmente en la ciencia que versa sobre lo más escible (pues el que elige el saber por el saber preferirá a cualquier otra la ciencia más ciencia, y ésta es la que versa sobre lo más escible). Y lo más escible son los primeros principios y las causas (pues mediante ellos y a partir de ellos se conocen las demás cosas, no ellos a través de lo que les está sujeto). Y es la más digna de mandar entre las ciencias, y superior a la subordinada, la que conoce el fin por el que debe hacerse cada cosa. Y este fin es el bien de cada una, y, en definitiva, el bien supremo en la naturaleza toda. Por todo lo dicho, corresponde a la misma Ciencia el nombre que se busca. Pues es preciso que ésta sea especulativa de los primeros principios y causas. En efecto, el bien y el fin por el que se hace algo son una de las causas. Que no se trata de una ciencia productiva es evidente ya por los que primero filosofaron. Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración; al principio, admirados ante los fenómenos sorprendentes más comunes; luego, avanzando poco a poco y planteándose problemas mayores, como los cambios de la Luna y los relativos al Sol y a las estrellas, y a la generación del universo. Pero el que se plantea un problema o se admira, reconoce su ignorancia. (Por eso, también el que ama los mitos es en cierto modo filósofo; pues el mito se compone de elementos
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maravillosos). De suerte que, si filosofaron para huir de la ignorancia, es claro que buscaban el saber en vista del conocimiento, y no por alguna utilidad. Y así lo atestigua lo ocurrido. Pues esta disciplina comenzó a buscarse cuando ya existían casi todas las cosas necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida. Es, pues, evidente que no la buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, así como llamamos hombre libre al que es para sí mismo y no para otro, así consideramos a ésta como la única ciencia libre, pues ésta sola es para sí misma. Por eso también su posesión podría con justicia ser considerada impropia del hombre. Pues la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos; de suerte que, según Simónides, «sólo un dios puede tener este privilegio», aunque es indigno de un varón no buscar la ciencia a él proporcionada. Por consiguiente, si tuviera algún sentido lo que dicen los poetas, y la divinidad fuese por naturaleza envidiosa, aquí parece que se aplicaría principalmente, y serían desdichados todos los que en esto sobresalen. Pero ni es posible que la divinidad sea envidiosa (sino que, según el refrán, mienten mucho los poetas), ni debemos pensar que otra ciencia sea más digna de aprecio que ésta. Pues la más divina es también la más digna de aprecio. Y en dos sentidos es tal ella sola: pues será divina entre las ciencias la que tendría Dios principalmente, y la que verse sobre lo divino. Y ésta sola reúne ambas condiciones; pues Dios les parece a todos ser una de las causas y cierto principio, y tal ciencia puede tenerla o Dios solo o él principalmente. Así, pues, todas las ciencias son más necesarias que ésta; pero mejor, ninguna. Mas es preciso, en cierto modo, que su adquisición se convierta para nosotros en lo contrario de las indagaciones iniciales. Pues todos comienzan, según hemos dicho, admirándose de que las cosas sean así, como les sucede con los autómatas de los ilusionistas [a los que aún no han visto la causa], o con los solsticios o con la inconmesurabilidad de la diagonal (pues a todos les parece admirable que algo no sea medido por la unidad mínima). Pero es preciso terminar en lo contrario y mejor, según el proverbio, como sucede en los casos mencionados, después de que se ha aprendido: pues de nada se admiraría tanto un geómetra como de que la diagonal llegara a ser conmensurable. Queda, pues, dicho cuál es la naturaleza de la ciencia que se busca, y cuál la meta que debe alcanzar la indagación y todo el método.
Capítulo 3. Las cuatro causas y los filósofos primitivos. Y puesto que, evidentemente, es preciso adquirir la ciencia de las primeras causas (decimos, en efecto, que sabemos una cosa cuando creemos conocer su causa primera), y las causas se dividen en cuatro, una de las cuales decimos que es la substancia y la esencia (pues el porqué se reduce al concepto último, y el porqué primero es causa y principio); otra es la
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materia o el sujeto; la tercera, aquélla de donde procede el principio del movimiento, y la cuarta, la que se opone a ésta, es decir, la causa final o el bien (pues éste es el fin de cualquier generación y movimiento). Aunque hemos tratado suficientemente de las causas en la Física, recordemos, sin embargo, a los que se dedicaron antes que nosotros al estudio de los entes y filosofaron sobre la verdad. Pues es evidente que también ellos hablan de ciertos principios y causas. Esta revisión será útil para nuestra actual indagación; pues, o bien descubriremos algún otro género de causa, o tendremos más fe en las que acabamos de enunciar. Pues bien, la mayoría de los filósofos primitivos creyeron que los únicos principios de todas las cosas eran los de índole material; pues aquello de lo que constan todos los entes y es el primer origen de su generación y el término de su corrupción, permaneciendo la substancia pero cambiando en las afecciones, es, según ellos, el elemento y el principio de los entes. Y por eso creen que ni se genera ni se destruye nada, pensando que tal naturaleza se conserva siempre, del mismo modo que no decimos que Sócrates llegue a ser en sentido absoluto cuando llega a ser hermoso o músico, ni que perezca si pierde estas maneras de ser, puesto que permanece el sujeto, es decir, Sócrates mismo. Así, tampoco se genera ni se corrompe, según estos filósofos, ninguna de las demás cosas; pues dicen que siempre hay alguna naturaleza, ya sea una o más de una, de la cual se generan las demás cosas, conservándose ella.
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Texto 2A. Ética a Nicómaco, libro X, caps. 6-7. Ed. Gredos. Madrid.
Capítulo 6. La felicidad y su contenido. Después de haber tratado acerca de las virtudes, la amistad y los placeres, nos resta una discusión sumaria en torno a la felicidad, puesto que la colocamos como fin de todo lo humano. Nuestra discusión será más breve, si resumimos lo que hemos dicho. Dijimos, pues, que la felicidad no es un modo de ser, pues de otra manera podría pertenecer también al hombre que pasara la vida durmiendo o viviera como una planta, al hombre que sufriera las mayores desgracias. Ya que esto no es satisfactorio, sino que la felicidad ha de ser considerada, más bien, una actividad, como hemos dicho antes, y si, de las actividades, unas son necesarias y se escogen por causa de otras, mientras que otras se escogen por sí mismas, es evidente que la felicidad se ha de colocar entre las cosas por sí mismas deseables y no por causa de otra cosa, porque la felicidad no necesita de nada, sino que se basta a sí misma, y las actividades que se escogen por sí mismas son aquellas de las cuales no se busca nada fuera de la misma actividad. Tales parecen ser las acciones de acuerdo con la virtud. Pues el hacer lo que es noble y bueno es algo deseado por sí mismo. Asimismo, las diversiones que son agradables, ya que no se buscan por causa de otra cosa; pues los hombres son perjudicados más que beneficiados por ellas, al descuidar sus cuerpos y sus bienes. Sin embargo, la mayor parte de los que son considerados felices recurren a tales pasatiempos y ésta es la razón por la que los hombres ingeniosos son muy favorecidos por los tiranos, porque ofrecen los placeres que los tiranos desean y, por eso, tienen necesidad de ellos. Así, estos pasatiempos parecen contribuir a la felicidad, porque es en ellos donde los hombres de poder pasan sus ocios. Pero, quizá, la aparente felicidad de tales hombres no es señal de que sean realmente felices. En efecto, ni la virtud ni el entendimiento, de los que proceden las buenas actividades, radican en el poder; y el hecho de que tales hombres, por no haber buscado un placer puro y libre, recurran a los placeres del cuerpo no es razón para considerarlos preferibles, pues también los niños creen que lo que ellos estiman es lo mejor. Es lógico, pues, que, así como para los niños y los hombres son diferentes las cosas valiosas, así también para los malos y para los buenos. Por consiguiente, como hemos dicho muchas veces, las cosas valiosas y agradables son aquellas que le aparecen como tales al hombre bueno. La actividad más preferible para cada hombre será, entonces, la que está de acuerdo con su propio modo de ser, y para el hombre bueno será la actividad de acuerdo con la virtud. Por tanto, la felicidad no está en la diversión, pues sería absurdo que el fin del hombre fuera la diversión y que el hombre se afanara y padeciera toda la vida por causa de la diversión. Pues todas las cosas, por así decir, las elegimos por causa de otra, excepto la felicidad, ya que ella misma es el fin. Ocuparse y trabajar por causa de la diversión
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parece necio y muy pueril; en cambio, divertirse para afanarse después parece, como dice Anacarsis, estar bien; porque la diversión es como un descanso, y como los hombres no pueden estar trabajando continuamente, necesitan descanso. El descanso, por tanto, no es un fin, porque tiene lugar por causa de la actividad. La vida feliz, por otra parte, se considera que es la vida conforme a la virtud, y esta vida tiene lugar en el esfuerzo, no en la diversión. Y decimos que son mejores las cosas serias que las que provocan risa y son divertidas, y más seria la actividad de la parte mejor del hombre y del mejor hombre, y la actividad del mejor es siempre superior y hace a uno más feliz. Y cualquier hombre, el esclavo no menos que el mejor hombre, puede disfrutar de los placeres del cuerpo; pero nadie concedería felicidad al esclavo, a no ser que le atribuya también a él vida humana. Porque la felicidad no está en tales pasatiempos, sino en las actividades conforme a la virtud, como se ha dicho antes.
Capítulo 7. En qué consiste la felicidad perfecta. Si la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud, es razonable [que sea una actividad] de acuerdo con la virtud más excelsa, y ésta será una actividad de la parte mejor del hombre. Ya sea, pues, el intelecto ya otra cosa lo que, por naturaleza, parece mandar y dirigir y poseer el conocimiento de los objetos nobles y divinos, siendo esto mismo divino o la parte más divina que hay en nosotros, su actividad de acuerdo con la virtud propia será la felicidad perfecta. Y esta actividad es contemplativa, como ya hemos dicho. Esto parece estar de acuerdo con lo que hemos dicho y con la verdad. En efecto, esta actividad es la más excelente (pues el intelecto es lo mejor de lo que hay en nosotros y está en relación con lo mejor de los objetos cognoscibles); también es la más continua, pues somos más capaces de contemplar continuamente que de realizar cualquier otra actividad. Y pensamos que el placer debe estar mezclado con la felicidad, y todo el mundo está de acuerdo en que la más agradable de nuestras actividades virtuosas es la actividad en corcondancia con la sabiduría. Ciertamente, se considera que la filosofía posee placeres admirables en pureza y en firmeza, y es razonable que los hombres que saben, pasen su tiempo más agradablemente que los que investigan. Además, la dicha autarquía se aplicará, sobre todo, a la actividad contemplativa, aunque el sabio y el justo necesiten, como los demás, de las cosas necesarias para la vida; pero, a pesar de estar suficientemente provistos de ellas, el justo necesita de otras personas hacia las cuales y con las cuales practicar la justicia, y lo mismo el hombre moderado, el valiente y todos los demás; en cambio, el sabio, aun estando sólo, puede teorizar, y cuanto más sabio, más; quizá sea mejor para él tener colegas, pero con todo, es el que más se basta a sí mismo. Esta actividad es la única que parece ser amada por sí misma, pues nada se
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saca de ella excepto la contemplación, mientras que de las actividades prácticas obtenemos, más o menos, otras cosas, además de la acción misma. Se cree, también, que la felicidad radica en el ocio, pues trabajamos para tener ocio y hacemos la guerra para tener paz. Ahora bien, la actividad de las virtudes prácticas se ejercita en la política o en las acciones militares, y las acciones relativas a estas materias se consideran penosas; las guerreras, en absoluto (pues nadie elige el guerrear por el guerrear mismo, ni se prepara sin más para la guerra; pues un hombre que hiciera enemigos de sus amigos para que hubiera batallas y matanzas, sería considerado un completo asesino); también es penosa la actividad de político y, aparte de la propia actividad, aspira a algo más, o sea, a poderes y honores, o en todo caso, a su propia felicidad o a la de los ciudadanos, que es distinta de la actividad política y que es claramente buscada como una actividad distinta. Si, pues, entre las acciones virtuosas sobresalen las políticas y guerreras por su gloria y grandeza, y, siendo penosas, aspiran a algún fin y no se eligen por sí mismas, mientras que la actividad de la mente, que es contemplativa, parece ser superior en seriedad, y no aspira a otro fin que a sí misma y a tener su propio placer (que aumenta la actividad), entonces la autarquía, el ocio y la ausencia de fatiga, humanamente posibles, y todas las demás cosas que se atribuyen al hombre dichoso, parecen existir, evidentemente, en esta actividad. Ésta, entonces, será la perfecta felicidad del hombre, si ocupa todo el espacio de su vida, porque ninguno de los atributos de la felicidad es incompleto. Tal vida, sin embargo, sería superior a la de un hombre, pues el hombre viviría de esta manera no en cuanto hombre, sino en cuanto que hay algo divino en él; y la actividad de esta parte divina del alma es tan superior al compuesto humano como lo es su actividad respecto de la actividad de las otras virtudes. Si, pues, la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella será divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de seguir los consejos de algunos que dicen que, siendo hombres, debemos pensar sólo humanamente y, siendo mortales, ocuparnos sólo de las cosas mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; pues, aun cuando esta parte sea pequeña en volumen, sobrepasa a todas las otras en poder y dignidad. Y parecería también, que todo hombre es esta parte, si, en verdad, ésta es la parte dominante y la mejor; por consiguiente, sería absurdo que un hombre no eligiera su propia vida, sino la de otro. Y lo que dijimos antes es apropiado también ahora: lo que es propio de cada uno por naturaleza es lo mejor y lo más agradable para cada uno. Así, para el hombre, lo será la vida conforme a la mente, si, en verdad, un hombre es primariamente su mente. Y esta vida será también la más feliz.
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Texto 2B. Ética a Nicómaco, libro X, caps. 8-9. Ed. Gredos. Madrid.
Capítulo 8. Superioridad de la vida contemplativa. La vida, de acuerdo con la otra especie de virtud, es feliz de una manera secundaria, ya que las actividades conforme a esta virtud son humanas. En efecto, la justicia, la valentía y las demás virtudes las practicamos recíprocamente en los contratos, servicios y acciones de todas clases, observando en cada caso lo que conviene con respecto a nuestras pasiones. Y es evidente que todas esas cosas son humanas. Algunas de ellas parece que incluso proceden del cuerpo, y la virtud ética está de muchas maneras asociada íntimamente con las pasiones. También la prudencia está unida a la virtud ética, y ésta a la prudencia, si, en verdad, los principios de la prudencia están de acuerdo con las virtudes éticas, y la rectitud de la virtud ética con la prudencia. Puesto que estas virtudes éticas están también unidas a las pasiones, estarán, asimismo, en relación con el compuesto humano, y las virtudes de este compuesto son humanas; y, así, la vida y la felicidad, de acuerdo con estas virtudes, serán también humanas. La virtud de la mente, por otra parte, está separada, y baste con lo dicho a propósito de esto, ya que una detallada investigación iría más allá de nuestro propósito. Parecería, con todo, que esta virtud requiriese recursos externos sólo en pequeña medida o menos que la virtud ética. Concedamos que ambas virtudes requieran por igual las cosas necesarias, aun cuando el político se afane más por las cosas del cuerpo y otras tales cosas (pues poco difieren estas cosas); pero hay mucha diferencia en lo que atañe a las actividades. En efecto, el hombre liberal necesita riqueza para ejercer su liberalidad, y el justo para poder corresponder a los servicios (porque los deseos no son visibles y aun los injustos fingen querer obrar justamente), y el valiente necesita fuerzas, si es que ha de realizar alguna acción de acuerdo con la virtud, y el hombre moderado necesita los medios, pues ¿cómo podrá manifestar que lo es o que es diferente de los otros? Se discute si lo más importante de la virtud es la elección o las acciones, ya que la virtud depende de ambas. Ciertamente, la perfección de la virtud radica en ambas, y para las acciones se necesitan muchas cosas, y cuanto más grandes y más hermosas sean más se requieren. Pero el hombre contemplativo no tiene necesidad de nada de ello, al menos para su actividad, y se podría decir que incluso estas cosas son un obstáculo para la contemplación; pero en cuanto que es hombre y vive con muchos otros, elige actuar de acuerdo con la virtud, y por consiguiente necesitará de tales cosas para vivir como hombre. Que la felicidad perfecta es una actividad contemplativa será evidente también por lo siguiente. Consideramos que los dioses son en grado sumo bienaventurados y felices, pero ¿qué género de acciones hemos de atribuirles? ¿Acaso las acciones justas? ¿No parecerá ridículo ver a los
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dioses haciendo contratos, devolviendo depósitos y otras cosas semejantes? ¿O deben ser contemplados afrontando peligros, arriesgando su vida para algo noble? ¿O acciones generosas? Pero, ¿a quién darán? Sería absurdo que también ellos tuvieran dinero o algo semejante. Y ¿cuáles serían sus acciones moderadas? ¿No será esto una alabanza vulgar, puesto que los dioses no tienen deseos malos? Aunque recorriéramos todas estas virtudes, todas las alabanzas relativas a las acciones nos parecerían pequeñas e indignas de los dioses. Sin embargo, todos creemos que los dioses viven y que ejercen alguna actividad, no que duermen, como Endimión. Pues bien, si a un ser vivo se le quita la acción y, aún más, la producción, ¿qué le queda, sino la contemplación? De suerte que la actividad divina que sobrepasa a todas las actividades en beatitud, será contemplativa, y, en consecuencia, la actividad humana que está más íntimamente unida a esta actividad, será la más feliz. Una señal de ello es también el hecho de que los demás animales no participan de la felicidad por estar del todo privados de tal actividad. Pues, mientras toda la vida de los dioses es feliz, la de los hombres lo es en cuanto que existe una cierta semejanza con la actividad divina; pero ninguno de los demás seres vivos es feliz, porque no participan, en modo alguno, de la contemplación. Por consiguiente, hasta donde se extiende la contemplación, también la felicidad, y aquellos que pueden contemplar más son también más felices no por accidente, sino en virtud de la contemplación. Pues ésta es, por naturaleza, honorable. De suerte que la felicidad será una especie de contemplación. Sin embargo, siendo humano, el hombre contemplativo necesitará del bienestar externo, ya que nuestra naturaleza no se basta a sí misma para la contemplación, sino que necesita de la salud corporal, del alimento y de los demás cuidados. Por cierto, no debemos pensar que el hombre para ser feliz necesitará muchos y grandes bienes externos, si no puede ser bienaventurado sin ellos, pues la autarquía y la acción no dependen de una superabundancia de estos bienes, y sin dominar el mar y la tierra se pueden hacer acciones nobles, ya que uno puede actuar de acuerdo con la virtud aun con recursos moderados. Esto puede verse claramente por el hecho de que los particulares, no menos que los poderosos, pueden realizar acciones honrosas y aún más; así es bastante, si uno dispone de tales recursos, ya que la vida feliz será la del que actúe de acuerdo con la virtud. Quizá también Solón se expresaba bien cuando decía que, a su juicio, el hombre feliz era aquel que, provisto moderadamente de bienes exteriores, hubiera realizado las más nobles acciones y hubiera vivido una vida moderada, pues es posible practicar lo que se debe con bienes moderados. También parece que Anaxágoras no atribuía al hombre feliz ni riqueza ni poder, al decir que no le extrañaría que el hombre feliz pareciera un extravagante al vulgo, pues éste juzga por los signos externos, que son los únicos que percibe. Las opiniones de los sabios, entonces, parecen estar en armonía con nuestros argumentos. Pero, mientras estas opiniones merecen crédito, la verdad es
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que, en los asuntos prácticos, se juzga por los hechos y por la vida, ya que en éstos son lo principal. Así debemos examinar lo dicho refiriéndolo a los hechos y a la vida, y aceptarlo, si armoniza con los hechos, pero considerándolo como simple teoría, si choca con ellos. Además, el que procede en sus actividades de acuerdo con su intelecto y lo cultiva, parece ser el mejor dispuesto y el más querido de los dioses. En efecto, si los dioses tienen algún cuidado de las cosas humanas, como se cree, será también razonable que se complazcan en lo mejor y más afín a ellos (y esto sería el intelecto), y que recompensen a los que más lo aman y honran, como si ellos se preocuparan de sus amigos y actuaran recta y noblemente. Es manifiesto que todas estas actividades pertenecen al hombre sabio principalmente; y así, será el más amado de los dioses y es verosímil que sea también el más feliz. De modo que, considerado de este modo, el sabio será el más feliz de todos los hombres.
Capítulo 9. Dimensión social de la ética: la política. Por consiguiente, si hemos discutido ya suficientemente en términos generales sobre estas materias, y sobre las virtudes, y también sobre la amistad y el placer, ¿hemos de creer que concluimos lo que nos habíamos propuesto, o, como suele decirse, en las cosas prácticas el fin no radica en contemplar y conocer todas las cosas, sino, más bien, en realizarlas? Entonces, con respecto a la virtud no basta con conocerla, sino que hemos de procurar tenerla y practicarla, o intentar llegar a ser buenos de alguna otra manera. Ciertamente, si los razonamientos solos fueran bastante para hacernos buenos, sería justo, de acuerdo con Teognis, que nos reportaran muchos y grandes beneficios, y convendría obtenerlos. De hecho, sin embargo, tales razonamientos parecen tener fuerza para exhortar y estimular a los jóvenes generosos, y para que los que son de carácter noble y aman verdaderamente la bondad, puedan estar poseídos de virtud, pero, en cambio, son incapaces de excitar al vulgo a las acciones buenas y nobles, pues es natural, en éste, obedecer no por pudor, sino por miedo, y abstenerse de lo que es vil no por vergüenza, sino por temor al castigo. Los hombres que viven una vida de pasión persiguen los placeres correspondientes y los medios que a ellos conducen, pero huyen de los dolores contrarios, no teniendo ninguna idea de lo que es noble y verdaderamente agradable, ya que nunca lo han probado. ¿Qué razonamientos, entonces, podrían reformar a tales hombres? No es posible o no es fácil transformar con la razón un hábito antiguo profundamente arraigado en el carácter. Así, cuando todos los medios a través de los cuales podemos llegar a ser buenos son asequibles, quizá debamos darnos por satisfechos, si logramos participar de la virtud. Algunos creen que los hombres llegan a ser buenos por naturaleza, otros por el hábito, otros por la enseñanza. Ahora bien, está claro que la parte de la naturaleza no está en nuestras manos, sino que está presente en aquellos que
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son verdaderamente afortunados por alguna causa divina. El razonamiento y la enseñanza no tienen, quizá, fuerza en todos los casos, sino que el alma del discípulo, como tierra que ha de nutrir la semilla, debe primero ser cultivada por los hábitos para deleitarse u odiar las cosas propiamente, pues el que vive según sus pasiones no escuchará la razón que intente disuadirlo ni la comprenderá, y si él está así dispuesto ¿cómo puede ser persuadido a cambiar? En general, la pasión parece ceder no al argumento sino a la fuerza; así el carácter debe estar de alguna manera predispuesto para la virtud amando lo que es noble y teniendo aversión a lo vergonzoso. Pero es difícil encontrar desde joven la dirección recta hacia la virtud, si uno no se ha educado bajo tales leyes, porque la vida moderada y dura no le resulta agradable al vulgo, y principalmente a los jóvenes. Por esta razón, la educación y las costumbres de los jóvenes deben ser reguladas por las leyes, pues cuando son habituales no se hacen penosas. Y quizá no sea suficiente haber recibido una recta educación y cuidados adecuados en la juventud, sino que, desde esta edad, los hombres deben practicar y acostumbrarse a estas cosas también en la edad adulta, y también para ello necesitamos leyes y, en general, para toda la vida, porque la mayor parte de los hombres obedecen más a la necesidad que a la razón, y a los castigos más que a la bondad. En vista de esto, algunos creen que los legisladores deben fomentar y exhortar a las prácticas de la virtud por causa del bien, esperando que los que están bien dispuestos en sus buenos hábitos seguirán sus consejos; que deben imponer castigos y correcciones a los desobedientes y de inferior naturaleza; y que deben desterrar permanentemente a los que son incurables; pues creen que el hombre bueno y que vive orientado hacia lo noble obedecerá a la razón, mientras que el hombre vil que desea los placeres debe ser castigado con el dolor, como un animal de yugo. Por eso dicen también que las penas que se han de infligir han de ser tales que sean lo más contrario posible a los placeres que aman. Pues bien, si, como se ha dicho, el hombre que ha de ser bueno debe ser bien educado y adquirir los hábitos apropiados, de tal manera que pueda vivir en buenas ocupaciones, y no hacer ni voluntaria ni involuntariamente lo que es malo, esto será alcanzado por aquellos que viven de acuerdo con cierta inteligencia y orden recto y que tenganfuerza. Ahora bien, las órdenes del padre no tienen fuerza ni obligatoriedad, ni en general las de un simple hombre, a menos que sea rey o alguien semejante; en cambio, la ley tiene fuerza obligatoria, y es la expresión de cierta prudencia e inteligencia. Y mientras los hombres suelen odiar a los que se oponen a sus impulsos, aun cuando lo hagan rectamente, la ley, sin embargo, no es odiada al ordenar hacer el bien. Sólo en la ciudad de Esparta, o pocas más, parece el legislador haberse preocupado de la educación y de las ocupaciones de los ciudadanos; en la mayor parte de las ciudades, tales materias han sido descuidadas, y cada uno vive como quiere, legislando sobre sus hijos y su mujer, como los Cíclopes.
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Ahora bien, lo mejor es que la ciudad se ocupe de estas cosas pública y rectamente; pero si públicamente se descuidan, parece que cada ciudadano debe ayudar a sus hijos y amigos hacia la virtud o, al menos, deliberadamente proponerse hacer algo sobre la educación. De lo que hemos dicho parece que esto puede hacerse mejor si se es legislador, pues es evidente que los asuntos públicos son administrados por leyes, y son bien administrados por buenas leyes; y parece ser indiferente que sean o no sean escritas, o que sean para la educación de una persona o de muchas, como es el caso de la música, la gimnasia y las demás disciplinas. Porque, así como en las ciudades tienen fuerza las leyes y las costumbres, así también en la casa prevalecen las palabras y las costumbres del padre, y más aún a causa del parentesco y de los servicios, pues los hijos por naturaleza están predispuestos al amor y a la obediencia a los padres. Además, la educación individualizada es superior a la de carácter general, como en el caso del tratamiento médico: en general, al que tiene fiebre le conviene el reposo y la dieta, pero quizá a alguien no le convenga, y el maestro de boxeo, sin duda, no propone el mismo modo de lucha a todos sus discípulos. Parece, pues, que una mayor exactitud en el detalle se alcanza si cada persona es atendida individualizadamente, pues de esta manera cada uno encuentra mejor lo que le conviene. Pero tratará mejor un caso individual el médico, el gimnasta o cualquier otro de los que sepan, en general, qué conviene a todos los hombres o a los que reúnen tales o cuales condiciones (pues se dice que las ciencias son de lo común y lo son); sin embargo, tal vez nada impida, aun tratándose de un ignorante, cuidar bien a un individuo, si él ha examinado cuidadosamente a través de la experiencia lo que le ocurre, como algunos que parecen ser médicos excelentes de sí mismos, pero son incapaces de ayudar en nada a otros. Mas si uno desea llegar a ser un artista o un contemplativo, parece que no menos ha de ir a lo general y conocerlo en la medida de lo posible, pues, como se ha dicho, las ciencias se refieren a lo universal. Quizá, también, el que desea hacer a los hombres, muchos o pocos, mejores mediante su cuidado, ha de intentar llegar a ser legislador, si es mediante las leyes como nos hacemos buenos; porque no es propio de una persona cualquiera estar bien dispuesto hacia el primero con quien se tropieza, sino que, si esto es propio de alguien, lo será del que sabe, como en la medicina y en las demás artes que emplean diligencia y prudencia. Ahora bien, ¿hemos de investigar ahora dónde y cómo puede uno llegar a ser legislador, o, como en los otros casos, se ha de acudir a los políticos, teniendo en cuenta que la legislación se considera parte de la política? ¿O no hay semejanza entre la política y las demás ciencias y facultades? Pues, en las otras, las mismas personas parecen impartir estas facultades y practicarlas, como los médicos y pintores, mientras que en los asuntos políticos los sofistas profesan enseñarlos, pero ninguno los practica, sino los gobernantes, los cuales parecen hacerlo en virtud de cierta capacidad y
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experiencia, más que por reflexión; pues no vemos ni que escriban ni que hablen de tales materias (aunque, quizá, sería más noble que hacer discursos en tribunales o asambleas), ni que hayan hecho políticos a sus hijos, o a alguno de sus amigos. Sin embargo, sería razonable hacerlo si pudieran, pues no podrían legar nada mejor a sus ciudades, ni habrían deliberadamente escogido para sí mismos o para sus seres más queridos otra cosa mejor que esta facultad. En todo caso, la experiencia parece contribuir no poco a ello; pues, de otra manera, los hombres no llegarían a ser políticos con la familiaridad política, y por esta razón parece que los que aspiran a saber de política necesitan también experiencia. Así, los sofistas que profesan conocer la política, están, evidentemente, muy lejos de enseñarla. En efecto, en general no saben de qué índole es ni de qué materia trata; si lo supieran, no la colocarían como siendo lo mismo que la retórica, ni inferior a ella, ni creerían que es fácil legislar reuniendo las leyes más reputadas. Así dicen que es posible seleccionar las mejores leyes, como si la selección no requisiera inteligencia y el juzgar bien no fuera una gran cosa, como en el caso de la música. Pues, mientras los hombres de experiencia juzgan rectamente de las obras de su campo y entienden por qué medios y de qué manera se llevan a cabo, y también qué combinaciones de ellos armonizan, los hombres inexpertos deben contentarse con que no se les escape si la obra está bien o mal hecha, como en la pintura. Pero las leyes son como obras de la política. Por consiguiente, ¿cómo podría uno, a partir de ellas, hacerse legislador o juzgar cuáles son las mejores? Pues los médicos no se hacen, evidentemente, mediante los trabajos de medicina. Es verdad que hay quienes intentan decir no sólo los tratamientos, sino cómo uno puede ser curado y cómo debe ser cuidado distinguiendo las diferentes disposiciones naturales; pero todo esto parece ser de utilidad a los que tienen experiencia e inútil para los que carecen de la ciencia médica. Así también, sin duda, las colecciones de leyes y de constituciones políticas serán de gran utilidad para los que pueden teorizar y juzgar lo que esté bien o mal dispuesto y qué género de leyes o constituciones sean apropiadas a una situación dada; pero aquellos que acuden a tales colecciones, sin hábito alguno, no pueden formar un buen juicio, a no ser casualmente, si bien pueden adquirir más comprensión de estas materias. Pues bien, como nuestros antecesores dejaron sin investigar lo relativo a la legislación, quizá será mejor que lo examinemos nosotros, y en general la materia concerniente a las constituciones, a fin de que podamos completar, en la medida de lo posible, la filosofía de las cosas humanas. Ante todo, pues, intentemos recorrer aquellas partes que han sido bien tratadas por nuestros predecesores; luego, partiendo de las constituciones que hemos coleccionado, intentemos ver qué cosas salvan o destruyen las ciudades, y cuáles a cada uno de los regímenes, y por qué causas unas ciudades son bien gobernadas y otras al contrario. Después de haber investigado estas cosas,
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tal vez estemos en mejores condiciones para percibir qué forma de gobierno es mejor, y cómo ha de ser ordenada cada una, y qué leyes y costumbres ha de usar. Empecemos, pues, a hablar de esto.
TOMÁS DE AQUINO.
1. Vida, obra.
Tomás de Aquino nació en el 1224 en el castillo de Rocasecca, al norte de Nápoles. En esta ciudad cursó estudios universitarios e ingresó en la Orden de los Dominicos. En 1252 ocupó una cátedra en París (bajo la tutela de San Alberto Magno). Después, volvió a Italia y se dedicó a la enseñanza en varias ciudades. Nuevamente en París, en 1269, tras haber reorganizado en Orvieto la facultad de Filosofía y haber llevado a cabo una relectura de la obra de Aristóteles, asistió a las interminables disputas que venían sucediéndose entre las distintas escuelas y corrientes de pensamiento de la época.
Murió en 1274, cuando se dirigía al Concilio de Lyon instado por el Papa Gregorio X.
De entre la enorme cantidad de escritos que redactó el Llamado Doctor angélico a lo largo de su corta vida caben ser destacados la Suma contra los gentiles y la Suma teológica.
2. Contexto histórico-cultural y filosófico.
2.1. Contexto histórico-cultural.
Santo Tomás vivió al final de la Edad Media (habida cuenta que sus límites cronológicos se extienden desde la caída del Imperio romano de Occidente en el año 476, hasta la segunda mitad del siglo XV).
En este período se asiste a sucesivas invasiones por parte de los pueblos del norte de Europa que traerán consigo la barbarie, la miseria, la guerra y un oscurecimiento asfixiante de la cultura.
En efecto, en el plano socio-económico, nos encontramos con tres estamentos bien diferenciados: el pueblo, la nobleza y el clero. El primero de ellos sostiene a los otros dos con su trabajo en el campo (malviviendo con lo que le queda tras haber pagado la renta, los tributos y demás impuestos). Entre los caballeros y los siervos se efectúan relaciones de vasallaje. Las guerras entre los señores feudales son frecuentes y obligan al campesinado a dejar sus quehaceres domésticos y formar parte de los ejércitos que se baten en ellas. Las hambrunas y epidemias diezman continuamente la población. Toda la vida gira en torno a
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los monasterios, verdaderos centros de poder, no sólo social económico y político, sino también cultural.
En el terreno político destacan los constantes enfrentamientos entre la Iglesia y el Estado, si bien en la mayoría de las ocasiones se desemboca en acuerdos o alianzas que satisfacen a ambas partes de cara a seguir ampliando sus respectivos dominios.
En el ámbito cultural se produce una notable decadencia, por no hablar, en algunos momentos, de absoluta paralización. No obstante, persistirá la admiración por los clásicos y en los monasterios se traducirán y se copiarán las obras de los principales autores.
Ya desde tiempos de Carlomagno (un emperador que en el siglo VIII aspiró a unificar los distintos reinos de Europa y a dar un impulso a la cultura), muchos monasterios contaban con una escuela (dirigida por el “escolástico”). En ella se impartían las siete artes que en la Antigüedad componían el Trivium (letras) y el Cuatrivium (ciencias), a las que después se añadieron la teología, la filosofía y el derecho. Pero el verdadero despertar de la cultura no se producirá hasta el surgimiento de las primeras universidades en el siglo XII. Destacan las de Paris, Bolonia, Oxford, Cambridge y Salamanca.En un principio éstas no eran más que asociaciones de maestros y estudiantes fuera de los círculos religiosos. Después, recibieron la ayuda de los grandes señores, reyes y papas y crecieron y se extendieron por todas las grandes ciudades.
Otros factores que contribuyeron al auge de la cultura fueron la aparición de las órdenes mendicantes (como la de los dominicos y los franciscanos) y el conocimiento de la cultura árabe a través de las grandes obras de la ciencia y del pensamiento griego, el arte gótico y el comienzo de las lenguas romances (francés y castellano entre otras).
2.2. Contexto filosófico
El contexto filosófico de Santo Tomás lo constituye, a grandes rasgos, el movimiento llamado escolástica.
Todos los pensadores escolásticos tienen en común la aceptación de dos tipos de conocimiento: el que proporciona la fe y el que se obtiene gracias a la razón y a los sentidos. A partir de aquí el principal asunto de debate será cómo lograr la conciliación de ambas.
Otros temas centrales de las discusiones teológico-filosóficas de esta época serán:
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a) Las relaciones entre razón y fe.
b) La naturaleza de los universales.
c) La diferencia esencia-existencia.
d) La relación entre Dios (creador) y los seres (criaturas)
La filosofía escolástica engloba diferentes tendencias: la platónica, la neoplatónica, la agustiniana, la aristotélica; autores árabes, judíos, cristianos; algunos místicos… De entre todas éstas, las más influyentes en nuestro hombre serán la agustiniana y la aristotélica.
Efectivamente, por un lado Santo Tomás se muestra un ferviente seguidor de los temas y argumentos desarrollados por San Agustín. Quizás, la única diferencia entre la filosofía de ambos consiste, como han afirmado algunos estudiosos, en que en San Agustín predomina el “orden del corazón”, mientras que en Santo Tomás predomina el “orden intelectual”. En lo que respecta al aristotelismo, tenemos que Santo Tomás culmina la labor iniciada por los traductores y comentaristas árabes y judíos del filósofo griego (especialmente Averroes y Maimonides). Ahora bien, aunque es cierto que el pensamiento de Santo Tomás consiste en buena parte en una asimilación del pensamiento aristotélico, no ha de pasar desapercibido que en su obra se hacen patentes también influencias platónicas, de los Padres de la Iglesia, del Pseudo-Dionisio y de Boecio.
3. La relación entre razón y fe.
La razón y la fe constituyen los dos caminos de que disponemos los humanos para adquirir conocimiento. El primero nos acerca a la realidad natural y se basa en el discurso racional; el segundo nos pone en contacto con la realidad sobrenatural y se basa en la revelación. Existen verdades inteligibles y demostrables racionalmente; otras, en cambio, son inteligibles pero no demostrables: sólo son cognoscibles mediante revelación.
El objeto final de nuestro conocimiento es Dios. A Él sólo se puede acceder a través de las dos vías mencionadas.
Con todo, según Santo Tomás no cabe hablar de una verdad filosófica y otra teológica, como hacía el averroismo. La verdad última es única, aunque se pueda llegar a ella por distintos caminos. Cuando se produzca algún “conflicto” entre las conclusiones a las que llega la filosofía y las que son producto de la revelación, la última palabra la tiene la teología. La filosofía, al entender de Santo Tomás, cae a veces en el error porque aplica mal
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el método racional o porque trata asuntos que no se pueden conocer racionalmente, sino sólo a través de la revelación:
“Sobre lo que creemos de Dios, hay un doble orden de verdad. Hay ciertas verdades de Dios que sobrepasan la capacidad de la razón humana, como es, por ejemplo, que Dios es uno y trino. Hay otras que pueden ser alcanzadas por la razón natural, como la existencia y la unidad de Dios, etc.; las que incluso demostraron los
Tomás de Aquino. Suma contra gentiles.
4. La distinción entre el ser y los seres.
Santo Tomás afirma que el término “ser” sólo puede utilizarse para denominar a Dios; todas las demás criaturas son “seres”. Únicamente en El ser su esencia incluye la existencia; el resto de los seres son contingentes: reciben la existencia del Ser Supremo. En el caso de los seres podemos conocer su esencia sin saber si existen o no; con respecto a Dios no ocurre lo mismo: su esencia incluye el hecho de existir.
5. La existencia de Dios.
En opinión de Santo Tomás, que Dios existe es el primer dato que nos ofrece la revelación, pero eso no significa que sea lo más inmediatamente conocido. Por tanto, si no es una verdad de evidencia inmediata, necesitamos llevar a cabo una demostración racional de su existencia.
Santo Tomás efectúa esta tarea por medio de sus cinco vías de acercamiento coherente y razonable a la afirmación de la existencia de Dios:
a) Primera vía o vía del movimiento. Parte del hecho, constatable por los sentidos, de que en el mundo hay cosas que se mueven. Ahora bien, todo lo que se mueve es movido por otro. No cabe admitir una cadena indefinida de cosas que se mueven y son movidas. Luego es necesario recurrir a un primer motor inmóvil que no puede ser otro que Dios.
b) Segunda vía o vía de la causalidad. Tomada también de la física de Aristóteles, esta vía parte del hecho de que todo lo que existe aparece como efecto de una causa que lo ha producido y que es distinta de sí mismo. Como no se puede
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proceder hasta el infinito a la búsqueda de la causa última, es necesario postular la existencia de una causa primera: Dios.
c) Tercera vía o vía de la contingencia de los seres. Los seres contingentes no pueden darse a sí mismos la existencia. Se exige, pues, la existencia de un ser necesario, esto es, un ser que no puede no existir. Este ser que es causa de los demás es, nuevamente, Dios.
d) Cuarta vía o vía de los grados de perfección. Esta prueba se fundamenta en la observación de los diversos grados de perfección que se observan en las criaturas. Si existen diferentes perfecciones es necesario que haya algún ser en el que estén realizadas en grado máximo todas las perfecciones posibles y sea causa de las mismas: Dios.
e) Quinta vía o vía del orden cósmico. Santo Tomás entiende que el universo es un todo ordenado. Esto exige la existencia de una inteligencia ordenadora suprema a la que llamamos Dios.
6. El ser humano.
Siguiendo la teoría hilemórfica aristotélica, Santo Tomás afirma que el ser humano es un compuesto de materia y forma. El cuerpo es la materia y el alma la forma. Los dos elementos unidos constituyen la sustancia humana.
A partir de aquí el filósofo otorga al alma las siguientes características:
a) Realiza todas sus funciones (la intelectiva, la sensitiva y la vegetativa) a través de facultades propias (como el entendimiento y la voluntad) y a través de otras que comparte con los diferentes órganos que forman el cuerpo.
b) Carece de partes.
c) Es inmortal.
7. La ética.
Para Santo Tomás, al igual que para Aristóteles, el fin último que persigue el hombre es la felicidad. Para llegar al él es necesario que sigamos la ley natural, una ley instaurada por Dios y que resulta accesible para la razón humana. Su precepto fundamental
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MARX.
1. Vida y obra.
Karl Marx nació en Tréveris, Renania, región prusiana en 1818, en el seno de una familia de origen judío y religión protestante.
Cursó Derecho en las universidades de Bonn y Berlín, donde también estudiará profundamente el pensamiento de Hegel. Después, se dedicará a la filosofía y al periodismo.
En 1844 conoce a F. Engels y a famosos revolucionarios como Blanqui o Bakunin. Es expulsado de Paris y se traslada a Bruselas. En 1848 funda la Liga de los comunistas, cuyo programa político y filosófico fue fijado en el Manifiesto del partido comunista (1848). Las obras más importantes de Marx en este período serán:
-Manuscritos: economía y filosofía.
-Tesis sobre Feuerbach.
-La miseria de la filosofía.
Desde 1848 hasta 1883 tiene lugar su período revolucionario. Marx participará activamente en los movimientos revolucionarios que conmueven a toda Europa a partir de 1848. Como consecuencia de ello será desterrado a Londres, donde vive en condiciones ciertamente precarias. Dolorosamente, Marx va perfilando su gran obra, El capital, cuyo primer tomo se publica en 1867. Ese mismo año se constituye la Asociación Internacional de Trabajadores, que recibe de nuestro autor una orientación decisiva.
Marx muere en Londres el 14 de marzo de 1883.
2. Contexto histórico-cultural y filosófico.
2.1. Contexto histórico-cultural.
Nos encontramos en el siglo XIX. En el ámbito político tiene lugar el triunfo de la burguesía frente al proletariado -sobre todo al término de las revoluciones que acontecen en 1848-, el restauracionismo monárquico y la consolidación de los grandes estados europeos -Inglaterra, Alemania, Francia, Italia-. Como acontecimientos puntuales significativos podríamos destacar la muerte de Napoleón en 1821, la Guerra de Secesión americana
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cuarenta años más tarde o la fundación de la Asociación Internacional de Trabajadores en 1864.
Socialmente, lo más destacado sería el enfrentamiento que tiene lugar entre la clase propietaria de los medios de producción y la clase trabajadora. La burguesía disfruta de uno de sus mejores momentos en toda la historia, mientras que la gente del campo y los obreros en las minas y en las fábricas viven en condiciones infrahumanas. Hay una gran explosión demográfica. Rige el conservadurismo y la moral victoriana impuesta por la clase dominante. En 1864 se funda la Cruz Roja Internacional, al año siguiente tiene lugar la Abolición de la esclavitud en los Estados Unidos y en 1866 la Manifestación del 1º de mayo en ese país.
En términos económicos asistimos al afianzamiento del capitalismo industrial y a una notable expansión del imperialismo europeo en Asia y África.
Culturalmente nos encontramos con un período en el que cada día tiene lugar un acontecimiento científico: la termoelectricidad, la máquina de vapor, el telégrafo, la anestesia, vacunas... En 1859 Darwin publica sus revolucionarias tesis evolucionistas bajo el título del Origen de las especies. En literatura triunfa el realismo de Dickens, Flaubert, Zola o Tolstoi y el simbolismo de Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, etc., aunque aun tiene cierta vigencia el movimiento romántico. En pintura, podemos destacar el surgimiento del movimiento impresionista. En el mundo de la música triunfan Wagner, Debussy, Chopin y Berlioz.
2.2. Contexto filosófico.
En en el caso de Marx cabe mencionar, a modo de influencias más directas en su pensamiento, la obra de Hegel, Feuerbach y la de los llamados socialistas utópicos.
De Hegel, Marx tomará su forma de entender la realidad y el conocimiento como procesos dialécticos -formados, como tales, a partir de la existencia sucesiva de tres fases: tesis, antítesis y síntesis.
De Feuerbach Marx dará por buena, fundamentalmente, la afirmación de que el objeto de la teología, Dios, no es sino un producto o una proyección del hombre. Marx compartirá con Feuerbach la idea de que si el hombre considera a Dios como un ser ajeno
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la hombre, el hombre queda alienado, ya que pone fuera de sí lo que es suyo y se somete a ello.
Finalmente, de pensadores como Saint Simón, Charles Fourier, Robert Owen o Proudhom, Marx admitirá de buen grado la convicción de que frente a los males sociales que tienen lugar en esa época hay que intentar construir una sociedad ideal, libre de conflictos políticos, sociales y económicos.
3. El concepto de alineación.
Concepto clave en la teoría de Marx es el de alienación. Pero para entender bien la caracterización que el filósofo hace de este concepto es necesario, antes, tener en cuenta la concepción que Marx tiene del hombre.
Concepción del hombre.
El verdadero ser del hombre, la esencia del hombre es, según Marx, el trabajo.
El hombre lo es todo gracias al trabajo. Mediante el trabajo, crea su propia identidad, se relaciona con los otros hombres, consigue lo necesario para vivir, adquiere un modo de vida determinado, se va autorrealizando.
Situación del hombre: alienación.
El hombre, cuando participa en el modo de producción capitalista vive constantemente en estado de alienación.
Esto es así en la medida en que el hombre al ofrecer sus servicios a los propietarios de los medios de producción, desde el primer momento, se queda sin lo que es suyo, pone fuera de sí el fruto de la actividad a la que está entregando su vida; el hombre se desposee rápidamente de lo que le es propio, de su esencia, cayendo así en el estado de alienación.
En palabras del propio Marx este estado consiste en lo siguiente:
“Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo el trabajador no se afirma, no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo, arruina su espíritu (...) Su carácter extraño -alienado- se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste(...) En último término para el trabajador se muestra la enajenación del
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trabajo al no ser este suyo, sino de otro; en que cuando está en él no se pertenece a sí mismo, sino a otro”.
En resumidas cuentas, podría decirse que la alienación con respecto al trabajo se produce en dos sentidos:
-En la medida en que el trabajador no puede quedarse con el producto de su trabajo.
- En la medida en que el hombre no se siente realizado al desarrollar su trabajo.
Por lo demás, Marx postulará que esta alienación referida al trabajo, o sea, la alienación económica, que es la más básica y fundamental, promueve otras formas de alienación: la social, la política, la filosófica y la religiosa.
Todas ellas se producen desde el momento en que el hombre elabora un conjunto de representaciones ideológicas que pone por encima de sí a fin de que le proporcionen una solución a los problemas con que se encuentra en la vida real, en vez de intentar resolverlos valiéndose de sí mismo.
El caso de la alienación religiosa, en este sentido, es el más representativo. Y es que, al entender de Marx, lo que hace el hombre al crear religiones es poner fuera de sí -en una o múltiples divinidades- un poder que le es propio, con el cual podría hacer frente a todos los inconvenientes que va encontrando a lo largo de la vida. La religión, de esta manera, se convierte en el “opio del pueblo”.
4. La crítica a las ideologías.
Marx considera como ideología a un conjunto de “ideas”, “formaciones nebulosas” o “sublimaciones” que dan una imagen falsa de la realidad y de las condiciones en que se desarrolla la vida de los seres humanos. Por eso las ideologías, según él, deben ser criticadas y eliminadas.
El hombre comienza a crear ideologías en el momento en que sacraliza las fuerzas naturales; en el momento en que para explicarse los fenómenos que tienen lugar en la naturaleza, recurre a la elaboración de relatos de tipo religioso.
Aunque las ideologías propiamente dichas nacen con la división del trabajo y la división de la sociedad en clases: los propietarios de los medios de producción recurren a ellas para “justificar” la realidad social que a ellos les resulta favorable y a los demás perjudicial.
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Las principales ideologías son de carácter político, religioso y filosófico.
Las ideologías políticas presentan al Estado -teóricamente- como el árbitro de las diferencias entre los ciudadanos cuando, en realidad, el Estado no es imparcial, sino un instrumento opresor en manos de la clase dominante. Las ideologías políticas, sean del signo que sean, tienen como finalidad justificar los intereses, el modo de producción y el dominio de las clases privilegiadas.
La ideología religiosa, por otro lado, juega un doble papel. De una parte, es una creación del pueblo que tiene como objetivo ocultar la realidad, embellecer el sufrimiento, mantener al pueblo resignado ante las calamidades que lo abordan pensando en una vida ultraterrena en la que será recompensado por su sacrificio. De otra parte, la ideología religiosa sirve de justificación para la explotación que la clase dirigente lleva a cabo sobre la clase obrera.
La diferencia entre la ideología filosófica y la religiosa es solo de grado: la primera es más primitiva, menos evolucionada que la segunda.
Las ideologías desaparecerán, al entender de Marx, solo cuando se instaure la sociedad sin clases.
5. La concepción materialista de la historia.
La concepción marxista de la historia, el llamado “materialismo histórico”, constituye el núcleo central del pensamiento de Marx.
La idea fundamental del materialismo histórico es que la historia depende, se explica o tiene su causa en el fenómeno de la producción, y más específicamente, en la relación de los trabajadores con los medios de producción.
El desarrollo de la especie humana, su situación real actual y el proceso por el que ha llegado a ella, solo puede ser entendido si se analiza cómo se ha ido caracterizando la producción de los medios de subsistencia a lo largo de los tiempos.
El conjunto de las relaciones de producción es la base real, la estructura sobre la que se cimenta la historia. A partir de esta es donde se cimentan las superestructuras o ideologías de tipo político, religioso, filosófico, etc.
Los cambios históricos son de naturaleza dialéctica y todos ellos van dirigidos, según Marx, hacia el establecimiento de una sociedad sin clases.
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A partir de esto, Marx entiende que la historia está compuesta, fundamentalmente, por cinco etapas:
a) La comunidad primitiva. Los medios de trabajo y los productos obtenidos pertenecían al colectivo social.
b) El régimen esclavista. El agente propietario ejercía un dominio total sobre las fuerzas productivas.
c) El régimen feudal. Es similar al anterior: el dominio es algo menor.
d) El régimen capitalista. El trabajador es jurídicamnete libre, pero los medios de producción son propiedad privada. La única propiedad del trabajador es su fuerza física, que tiene que venderla como una mercancía.
e) El régimen socialista. Se accederá a él mediante la revolución proletaria. Las relaciones entre dominio y explotación se sustituirán por las de colaboración recíproca.
Al entender de Marx, la doble ley que rige la historia, la que lleva a la concentración del capital en unas pocas manos y al empobrecimiento progresivo del proletariado, plantea una tensión dialéctica que inevitablemente se resolverá con la llegada del nuevo orden social, el comunismo. La sociedad capitalista quedará destruida por sus contradicciones internas. Pero para que esto llegue a ocurrir es necesario un proceso revolucionario constituido por las siguientes fases:
a) Etapa democrática. Se caracteriza por la dictadura del proletariado como consecuencia de la toma del poder político por parte de los trabajadores.
b) Etapa socialista. En esta etapa se fomenta el desarrollo de los medios de producción, de la riqueza social, y se tiende a la abolición gradual de las clases sociales y sus antagonismos.
c) Etapa comunista. Representa la culminación del proceso revolucionario y se caracteriza por la abolición de la propiedad privada y la desaparición total de las clases.